domingo, 23 de agosto de 2020

Coalición Escarlata: Madame Hazel Hayes (1ra parte)

 


Buenos dias/tardes/noches, estimados lectores. Luego de nuestras anteriores entradas, en donde explicamos el sistema y funcionamiento de nuestro universo, tenemos el gusto de presentarles el inicio de una nueva historia, en donde experimentaremos con una de las ramas incomprendidas del Steampunk: el Steamgoth. Siendo de tono más oscuro que su raiz, no teme tocar temas sobrenaturales y fantasiosos, algo alejados de la ciencia ficción como tal. En nuestro caso hemos generado una premisa en que la ciencia puede generar lo sobrenatural, lo cual se trató de forma breve en Acero: incidente en el istmo y entraremos más en detalles en esta serie de relatos, para lo cual abriremos con la siguiente historia. Sin mas que decir, esperamos sea de su completo agrado...


La Coalición Escarlata: Madame Hazel Hayes


Madame Hazel Hayes nació bajo el nombre de Moira Sinead Hayes en el condado de Monahan, provincia de Ulster, Irlanda; a principios de la tercera década del siglo XIX. Fue hija de John Hayes, explorador y aventurero y de lady Catherine Hayes, una reconocida cantante de ópera. Sus primeros años de vida como hija única fueron de completa felicidad en el seno de esta familia de clase alta, la cual poseía una notable fortuna que les mantenía en un buen estatus social y financiero dentro de la ajetreada aristocracia británica.

El Sr Hayes solía ausentarse largas temporadas de casa realizando viajes hacia apartadas regiones de Suramérica, entre ellas el Perú y la amazonia. Como criptozoólogo, vivía obsesionado con la idea de encontrar a los misteriosos animales que habitaban en las leyendas y los libros que con tanta pasión leía desde que era un muchacho. Había correteado por los Himalayas en busca del Yeti y esculcado cada región del pacífico norte en busca de Sasquatch, Pero el ser misterioso que sin duda le cautivó por completo fue el Chupacabras.

Los relatos de sus masivas masacres de cabras, vacas y gallinas y otras aves de corral infestaban desde las Antillas hasta el sur, siendo el principal foco la selva de la amazonia, donde la matanza indiscriminada de aves de corral tenía aterrada a la población y por su relativa frecuencia, hacía de esta zona el teatro de operaciones perfecto para su búsqueda.

Zarpó desde Belfast a bordo del Anna Victoria, un lujoso dirigible de pasajeros que cruzaba el atlántico como ruta, siendo de forma insospechada; la última vez que sería visto con vida por su esposa e hija. Las cartas de John llegaban puntuales todas las semanas en un paquete que hablaba de sus experiencias día tras día. A mano alzada les contaba sobre los aborígenes y las largas travesías que realizaban en canoa a través de los afluentes del colosal rio amazonas. Con cada aldea que visitaba sentía como si viajara hacia atrás en el tiempo al ver la forma primitiva y a su concepto, poco civilizada en la que vivían estas personas. Dos meses exactos de cartas llegaron a casa, hasta que un día; el cargamento acostumbrado no llegó.

—Lo siento, lady Hayes. No tenemos cartas para esta semana—dijo con pesar el encargado.
—Qué extraño. Siempre llegan puntuales cada jueves.
—Ha de ser que hubo retrasos—comentó el hombre en tono consolador—. El clima del atlántico esta algo revuelto por la temporada de huracanes. A lo mejor las cartas están por llegar.

En los días siguientes, lady Hayes visitó de manera religiosa la oficina de correos con la esperanza de volver a recibir noticias sobre su esposo. No volvió a recibir una sola misiva. Un año después Leigh Mallory, fiel compañero de expedición de John; tocó a la puerta de los Hayes. Al escuchar su voz la esperanza le volvió al cuerpo. Esperaba con ansias recibir algún indicio del paradero de su esposo.

Demacrado, trastornado y con visibles secuelas de una severa enfermedad, el caballero le contó a la dama acerca de lo sucedido en el viaje junto a su esposo.

—Nos adentramos en la selva amazónica. Viajamos por rio durante días solo viendo selva y más selva a nuestro alrededor cada hora. Navegamos por caudales tranquilos y llanos, luego por violentas y rápidas corrientes. Un día comenzó a llover y no paró durante semanas, inundándolo todo. Estábamos sobrellevando la situación, hasta que una noche desperté y me hallé solo en la selva. Todos los demás habían desaparecido.

—¿Pero qué paso con John?—preguntó desconcertada—Él me contaba en sus cartas el progreso de su investigación. Lo último que leí era que estaban muy cerca de resolver el misterio.

—Así es, pero la selva… se lo tragó—dijo el caballero bajando la cabeza—.Aquella noche fue horrible, llena de ruidos y con la sensación de que algo sobrenatural nos estaba rodeando. Luego de ahí uno a uno fue desapareciendo y solo quedé yo. Viví con los salvajes durante meses hasta que gracias a unos exploradores holandeses pude volver a la civilización. Esto es lo único que pude salvar de él—afirmó entregando a la dama un paquete de cartas y un libro con forro de cuero, algo deteriorados por la humedad.

Luego de esta reunión Leigh viviría un par de semanas más, hasta que un masivo y fulminante colapso acabara con su vida mientras cenaba con su esposa e hijos.

En las cartas John relataba sus hallazgos y lo emocionado que se sentía por cómo iba la expedición.

—“Hemos perdido muchas cosas y las condiciones climáticas han causado estragos en nosotros. Padecemos de enfermedades tropicales muy agresivas, mientras la lluvia no cesa. Es como si el cielo se estuviera cayendo a pedazos sobre nuestras cabezas. A pesar de todos los inconvenientes, no nos rendiremos. Siento que estamos muy cerca de dar con aquella bestia. Me atrevo a decir que ella también sabe que estamos buscándola y por eso nos esquiva, sé que nos observa desde la jungla…”

El libro de cuero era un hibrido de bestiario y herbario. El herbario, cuya primera parte llegaba hasta la mitad exacta, contenía en sus páginas numerosos y detallados informes sobre curiosas flores y plantas, adornados con precisas ilustraciones de ellas. La segunda mitad, en cambio: poseía espeluznantes y detallados dibujos sobre criaturas y extraños insectos de la selva. Ocupando la mayor parte de las páginas estaban las ilustraciones de aquel extraño ser del que hablaba con tanta euforia en sus cartas.

Los nativos y los dueños de las aves siniestradas aducían haberle visto y a pesar del terror que les producía recordar, le describieron su apariencia con detalles. Decían que era como la mezcla de un perro y una pantera, de grotescas garras y patas con ojos saltones de un rojo encendido como las brasas. Caminaba en dos patas y se movía por los árboles con la habilidad de un primate.

Sus hábitos alimenticios eran viciosos, pero a la vez muy meticulosos. Los animales estaban intactos, sin rasguños o signos de violencia; a excepción de dos agujeros en el área del cuello y la total ausencia de sangre. Se decía que sus víctimas estaban tan bien conservadas porque la bestia las hipnotizaba con su profunda mirada. Los cuerpos estaban secos, drenados de tal forma que ni el más minúsculo vaso sanguíneo tenía pisca alguna de sangre. A pesar de su grotesca apariencia tal monstruo tenía la precisión del más hábil de los cirujanos.

Viuda y huérfana de padre, lady Catherine Hayes y Moira, quien crecía a pasos agigantados y ahora siendo una señorita trataron continuar viviendo sus vidas con normalidad. Años después la gran hambruna irlandesa cayó sobre el pueblo. La ineficiente política económica del Reino Unido y los métodos inadecuados de cultivo detonaron la aparición de un hongo que acabó con las hortalizas, privando de manera tajante de alimentos a la población.

El pueblo sufrió la escasez y por consiguiente una falta de dinero tan grave que no les permitía pagar impuestos y conservar sus tierras desembocando en una masiva migración hacia otros países y continentes. En el caso de los nobles, la crisis económica golpeó con furia sus arcas convirtiéndoles en pobres de la noche a la mañana.

En vista de tal situación, luego de vender la casa y las tierras, madre e hija se mudaron al condado Surrey al suroeste de Inglaterra en busca de una mejor vida para ambas y huyendo de la acechadora pobreza.

Lady Catherine continúo cantando por unos años más, hasta que un inclemente brote de tuberculosis hizo aparición siendo ella una de las víctimas. En contra de todas las posibilidades sobrevivió, pero con severas secuelas. La enfermedad fue tan inflexible que le hizo perder las habilidades vocales a tal grado que apenas podía articular palabra, por consiguiente y con todo el dolor del alma tuvo que dejar su brillante carrera. Deprimida, frustrada y muy resentida con su suerte, ambas sobrevivieron de la lánguida fortuna que poseían hasta que ya no les alcanzó ni para mantener un techo sobre sus cabezas.

Intentó conseguir trabajo con insistencia, más la rígida crisis la alejaba de cualquier puesto digno de su alcurnia. Olvidada y desolada, no le quedó de otra que aceptar la propuesta de una madura y maliciosa cortesana de origen ruso y un solo ojo llamada madame Milenov.

—Has tomado la mejor elección, Catherine—dijo la anciana con satisfacción.
—Pero necesitaré un nombre—agregó ella con visible vergüenza—. No quiero utilizar el mío.
—No hay problema. Aquí las chicas tienen nombre de colores… te llamarás Rouge.

Esta le había oído cantar incontables ocasiones siendo una de sus mayores fanáticas. Al verle aún juvenil, con tan buen cuerpo y en tan malas condiciones económicas, pensó que sería una excelente adquisición para su club de entretenimiento para caballeros llamado La Esfinge.

Moira seguiría creciendo entre cálidas luces y vestidos sórdidos y vulgares. Catherine, Ahora Rouge; solía dejarla en el camerino al cuidado de alguna de las chicas fuera de turno, pero esta sabia escaparse de la vigilancia.

Vio incontables veces a su madre bailar para luego salir del salón principal y caminar de la mano de incontables caballeros, aristócratas y gentiles, quienes mostraban su lado sucio y vicioso entre las sabanas de la habitación en medio del humo de cigarrillos y alcohol.

Durante años trabajó duro mancillando su cuerpo sobre incontables hombres con la esperanza de recoger el suficiente dinero para poder comenzar una nueva vida y sacar de ese ambiente a su pequeña. Por desgracia, este camino iba directo hacia un callejón sin salida.

Al empezar su vida como cortesana tuvo la mala suerte de contraer una enfermedad venérea, que como asesino silencioso fue socavando su cuerpo de manera progresiva hasta que ya fue demasiado tarde. Cuando tuvo consciencia de lo que estaba sucediendo cayó enferma. Preocupada más por Moira que por ella misma, buscó asegurar el destino de su hija al verse postrada en la cama de su cuarto.

—Madame… estoy muy enferma y consciente de que esto va a matarme. Necesito estar segura de que mi hija estará bien—dijo adolorida.
—No te preocupes Rouge, yo voy a encargarme de ella—aseguró.
—Todos mis ahorros están en esa gaveta—susurró señalando a un lado de su cama con la mano temblorosa—. Úselos para que ella tenga una vida digna lejos de todo esto.
—Ella vivirá bien bajo mi protección hasta que pueda valerse por sí misma, te lo prometo.

Mientras calmaba la ansiedad de la menguada dama, posó su único ojo sobre la pequeña, quien para entonces tenía quince años. El último aliento de lady Catherine se escapó mientras sostenía la mano de su única hija, cuyos pardos ojos se inundaron de lágrimas acompañados de gritos y lamentos. A pesar del dolor que la embargaba, la infanta tuvo un acto valiente hacia su madre.

—Madame—dijo con firmeza.
—¿Qué quieres, chiquilla?—preguntó con desgano.
—Quiero darle un entierro digno a mi madre. Quiero que sea sepultada como se merece.
—Lo siento, chiquilla, no tengo dinero para eso—respondió de manera cortante.
—Yo si tengo—afirmó.
—¿Ah sí? ¿Dónde?
—Mi mamá habló de sus ahorros. Úselos para su sepelio.
—Pero te quedarás sin dinero. Usa la cabeza, niña, ahorró eso para ti.
—No me importa—afirmó mirándola—.Si hace falta dinero yo trabajaré para conseguirlo.
—Estás muy pequeña para esto, no me servirías para nada.
—Yo me refería a trabajar como muchacha de servicio—agregó con el ceño fruncido—. Sé lavar, tender camas, coser y reparar vestidos.
—Está bien, aceptaré tu oferta. Vamos a darle un entierro digno a tu madre.

Una oscura y lluviosa mañana de abril, lady Catherine Hayes tuvo su digno entierro. Usando el dinero que con tanto esfuerzo recaudó trasladaron el cuerpo a su natal Irlanda, donde le dieron sepultura digna y con los requerimientos de una dama noble sin dejar a sospecha cual fue su quehacer durante los últimos años de su vida.

Sus compañeras de oficio lloraron junto a la pequeña la perdida de Rouge, mientras la madame con su frio e insufrible carácter, maquinaba el destino del pequeño retoño de los desaparecidos Hayes.

—En tres años serás mía… solo tres años más—murmuró con malicia.

Moira comenzó a trabajar como dama de servicio a cambio de techo y comida, adicional a unas cuantas libras esterlinas que iba juntando con las pocas que quedaron de la dote que le dejó su madre. Durante los siguientes años lavó sabanas, cosió vestidos, y sacó el olor y las manchas de whiskey y tabaco de las alfombras y sobrecamas además de curar las heridas de las cortesanas, quienes a veces resultaban lastimadas por los caballeros que las frecuentaban.

Su dedicación le ganó el puesto de asistente de madame Milenov, convirtiéndose en su mano derecha. Dicho título le confirió el deber de ser quien cocinaba sus alimentos, ya que la ex cortesana solía ser especial y desconfiada cuando se trataba de cosas para ella exigiendo una alta calidad en la cocina y platillos rusos bien hechos.

Moira se fue convirtiendo en una muy atractiva señorita, de busto generoso, caderas anchas, cintura angosta y una cara muy bella coronada por un par de bellos ojos pardos y enmarcados en una aurea cabellera. Consciente del peligro que esto le acarreaba intentó ocultar sus dotes físicas utilizando largos y holgados vestidos, adicional a que jamás usaba maquillaje alguno y evitaba llevar el cabello de alguna manera que llamara la atención.

Con esto conseguió evitar el interés de los caballeros que frecuentaban el antro, mas no logró escapar del ojo escudriñador de la matrona.

Mientras servía la cena de su jefa en la majestuosa suite que habitaba, esta decidió hacerle la propuesta a la damisela con su marcado acento del este.

—Moira.
—Sí, ¿Madame Milenov?—preguntó con su habitual cortesía.
—¿No te gustaría ganar más dinero?
—Sí. ¿Por qué lo dice?
—Porque yo podría ofrecerte la oportunidad de ganar muchísimo—respondió en un tono descarado—.Tienes un cuerpo muy bien desarrollado y tu rostro es hermoso. Sé que enloquecerías a los hombres con tu belleza.

Una lluvia de recuerdos de su madre cayó sobre su mente de aquellas noches donde la vio sobre todos esos hombres hasta su último aliento sobre aquella cama.

—No me interesa. Con lo que gano estoy bien—contestó cortante con el ceño fruncido.
—¿Estás segura? ¿Cómo puedes decirle “ganar bien” a esos cuantos centavos que te doy?—ripostó la dama con ironía.
—¡Muy segura!—exclamó la joven—¡Prefiero ganar unos cuantos centavos a ganar mucho dinero y acabar como....!
—Como tu madre…—susurró mirándola con ironía.

Sus ojos se nublaron y una gruesa corriente de lágrimas se escurrió por sus rosadas mejillas, mientras un severo sentimiento de impotencia y furia se plantó en su alma. Sin decir palabra alguna, salió corriendo con todo lo que daban sus piernas de la habitación.

Con el carácter quebrado, la muchacha corrió por los pasillos del burdel. Por primera vez en tantos años sentía el deseo de solo huir, escapar lejos de aquel lugar. Veía como si fuese una película el sufrimiento de su madre, las cartas de su padre y la última vez que lo vio.

Cruzó como un rayo las puertas del lugar en dirección a la calle. Sin saberlo, se detuvo en medio de la vía. Cuando recuperó la noción de lo que hacía, vio a un carruaje dirigiéndose a toda velocidad hacia ella. Sintió como era halada hacia un lado, deteniéndose justo en la acera. Al abrir los ojos se halló ante unos luminosos ojos azules. Al cruzar la mirada con ellos sintió una conexión increíble.

—¿Se encuentra bien, señorita?—preguntó el joven con sobresalto.

Se hallaba segura entre los brazos de un caballero sobre la acera. Al verse en esa comprometedora situación se levantó de un salto, sacudiendo su vestido. El caballero se levantó sin perder la elegancia acomodando su gabardina y sombrero.

—¿Está usted bien, señor?—preguntó con disimulo.
—Muy bien, señorita.
—Gracias por salvar mi vida—agregó con humildad.
—Permítame presentarme. Mi nombre es George Benson Cadwell—dijo acomodándose el sombrero.
—Mucho gusto, caballero. Mi nombre es Moira Sinead Hayes ¿Cómo podría pagar el hecho de que usted salvara mi vida?
—Podría hacerlo aceptándome una invitación a tomar el té—comentó con gentileza—. Ya es hora.
—Con todo gusto acepto su invitación—respondió halagada.

Él era un hombre alto, de rojo cabello corto y una sonrisa gentil. Sentados en una mesa en la terraza del local iniciaron una agradable y despreocupada conversación.

—¿A qué se dedica usted, mi héroe?—preguntó ella con picardía.
—Soy vendedor de papel y otros artículos de oficina. ¿Y usted, señorita?
—Yo… trabajo en La Esfinge—respondió avergonzada.
—No sé cómo preguntar esto, pero lo haré de la manera que me salga ¿Es…?
—¡No!—exclamó con sobresalto—¡Yo soy la empleada del servicio! Mantengo el lugar limpio, cocino y coso vestidos. Sólo eso.
—Tranquila. Ni un solo segundo estuve convencido que fuese una… eso me hace sentir mucho alivio—agregó sonriente.
—Cielos, ¡Ya se me ha hecho tarde! ¡Debo volver!—exclamó levantándose de la silla.
—Espera, ¿Puedo volver a verte?
—¡Por supuesto! Digo, por supuesto…encontrémonos aquí, por las tardes a la hora del té.
—¡Así será!—exclamó con una sonrisa.

Continuará...